MI EXPERIENCIA DE VIAJE POR GHANA

Hoy os voy a contar otro viaje. Esta vez no vamos a recorrer la epidermis de la Tierra en horizontal. Esta vez la vamos a explorar en vertical, profundizando en el aquí y el ahora. ¿Me acompañas?


Unos cuantos viajes a la espalda te hacen a veces reflexionar sobre las circunstancias y situaciones en que viven muchas personas, y replantearte si sería posible otro tipo de contacto con la gente que nos sale al paso cuando viajamos por su país.

Si pudiera quedarme un poco más y entender porqué …. Si pudiera comunicarme mejor y entender cómo….Si pudiera saber si esto estará bien preguntarlo…. Si pudiera expresar lo que pienso…

Si pudiera tan solo tener el tiempo para pararme y observar para poder contestarme a tantas preguntas.

Decidí cambiar de estilo. Voy a buscar una manera de quedarme quieta. Yo, que soy fan de aprovechar el tiempo para verlo todo, esta vez me voy a forzar a estar quieta en un sitio, y observar.

La manera que se me ocurrió de estar quieta, fue una experiencia de voluntariado. Busqué y busqué en nuestro mundo virtual hasta dar con una organización real que me permitiera poder estar ubicada en algún sitio remoto y paradisíaco con niños desfavorecidos a mi alrededor a los cuales poder entretener con la excusa de chafardear sobre su vida, su lengua, su cultura, sus miedos y alegrías. ¡Qué ilusa, dios mío!

Después de hacer escala en Frankfurt, llego a la capital de Ghana, Accra, aún con la ilusión del novato en la cuestión del voluntariado. Aunque es la segunda de tres experiencias, no sé muy bien dónde me he metido.

Accra parece una ciudad africana más ordenada y moderna que las otras capitales africanas en las que he estado. Hay avenidas anchas y bien iluminadas por las que circula un lento y perezoso tránsito de personas y vehículos. Sé que puede ser un espejismo de lo que me puedo encontrar dónde me han destinado: Kparigu. Éste es el nombre del pueblecito que apenas acierto a encontrar en el mapa. Estoy muy lejos de la capital, casi en la frontera con Burkina Faso.

Unos días de aclimatación en la organización de Accra que nos acoge y nos cuentan las peculiaridades del país. Al principio interesante, luego se hace soporífero. Tienen una manera muy lenta de contar las cosas, las repiten mil veces. Me digo a mi misma “Vale, no te sulfures, esto es lo que has venido a buscar”. Luego doce horas en un bus hasta Tamale. Desde allí, una furgoneta abarrotada de mochilas y voluntarios hasta Wale Wale, a casi dos horas, y finalmente otra furgoneta y una hora y pico más hasta Kparigu. 

El corazón me late con fuerza al ir acercándome a mi destino final y a la vez, ir abandonando por el camino a los otros voluntarios, y encontrarme cada vez más sola.

Me reciben un montón de ojos risueños y en comitiva entramos todos en lo que será mi casa para los siguientes días. Es un patio central alrededor del cual hay unas cuantas chozas o habitaciones de barro con cubierta de paja o de chapa. En cada habitación se hospeda una mujer con sus hijos, que alegres deambulan por el patio medio desnudos. Apenas veo ningún hombre.

Instalan mi camastro, especialmente comprado para mi, en mi habitación. Tengo un colchón de dos dedos de espesor. Sobre la sábana blanca campan a sus anchas un montón de bichitos cuando me voy a acostar. No hay apenas ningún punto de luz en todo el recinto. En la habitación, en penumbra, me meto en la cama, sudando. Sólo hay la puerta y una mini ventana. Y a parte de mi camastro y mi mochila por el suelo, no hay nada más.

La vida se despierta nada más sale el primer atisbo de luz. Son apenas las 6 y oigo ruidos de cacharros y chiquillos en el patio. Allí las mujeres ya han empezado a cocinar en unos fogones de leña.  Se pasan el día alrededor de este punto de encuentro, y no adivino quien es hijo de quien, ni quien es madre de quien. Parece que todo es comunitario. Hasta a veces viene una vecina toda arrugada y encorvada a moler sus especies en el enorme mortero del centro del patio.

No hay agua corriente. Fuera del recinto hay un pozo de donde sacan el agua con un cubo que lanzan directamente atado a una cuerda. El muro que lo rodea me llega a la rodilla. Tampoco hay baño alguno. Escupo el dentífrico en un rincón donde parece que duermen unas cabras y una pequeña choza sin puerta ni sin siquiera una cortina, con un agujero central entre mis pies, hace de wáter.

En una esquina del patio cuando el muro de barro se tuerce dibujando una curva, se abre un espacio escondido de miradas inoportunas. Es la ducha. No hay cortina, ni puerta, ni tan siquiera techo o alcachofa. Tengo un cubo de agua en el suelo y un pequeño bote para echarme el agua por encima. El muro es relativamente bajo y si me asomo, veo a la gente pasar por el camino entre las chozas de los demás vecinos.

Y primer disgusto serio: “¡No hay orfanato!”

Pedí el proyecto de orfanato porqué pensé que sería algo en lo que podría ayudar. Al fin y al cabo, soy madre y profesora. ¿Me mandan al otro lado del país y me dicen AHORA que no hay orfanato? Entonces, ¿que hago yo aquí?

Me vienen a la cabeza todas las (falsas) promesas, todos los formularios que he tenido que rellenar especificando mis preferencias, todo el dinero que he pagado, todas las ilusiones…

No hay cobertura de móvil y aun que la hubiera, ¿a quien llamar? ¿A la agencia central en Londres? ¿A la agencia local en Accra? ¿A la agencia del distrito?

Estoy aislada y no sé que hacer. Me repito que esto es lo que he venido a buscar. La realidad. Conocer a esta comunidad, su cultura, su día a día, su lengua, comer su comida, dormir en su casa, jugar con los chavales del patio….no quería ser turista, y no lo voy a ser. Así que lo único que me queda es ver cómo encajo dentro de su sistema vital.

Ellas, las mujeres, casi no hablan inglés. Yo solo domino un par de palabras en mampruli, su lengua. Aún así, se muestran amables, pero poco comunicativas. Por la mañana me dejan el cubo de agua listo para la ducha matinal, sin la cual no me dan el desayuno.

Intento localizar al único hombre que parece estar al mando de esta peculiar agrupación familiar. Él habla un poco de inglés y además tiene moto. Tras mi insistencia, me acerca en su moto a la escuela. ¿Me queréis aquí? Con algo tengo que ocupar mi tiempo.

Estamos a julio, y los chavales están haciendo los exámenes finales, así que me proponen hacer de vigilante de los mismos. Bueno, por algo se empieza. Las instalaciones escolares son decrépitas y las aulas abarrotadas de estudiantes con uniformes raídos, muy aplicados, me miran con curiosidad. Y como si estuvieran esperando mi visita, se levantan todos de golpe y con un sonsonete me saludan en inglés. A su inesperada formalidad, me quedo paralizada. ¡Habrase visto tanto formalismo!

Mi supuesto nuevo trabajo es una tomadura de pelo. Los chavales se copian descaradamente unos a otros, y los más mayores hasta se pasan las hojas amarillentas delante de mis narices. Pero, ¿como no se van a copiar si están tres o cuatro amontonados en un solo pupitre que además se le saltan los tornillos? Hay un chico muy serio en la primera fila, que debe ser el empollón, con la camisa naranja fosforito hecha polvo, pero con los botones abrochados hasta arriba, que tiene trabajo a esconderse la hoja de respuestas de las miradas ávidas de sus vecinos.

El profesor titular me instruye en mi tarea. Y luego desaparece. Dibujado en la pizarra hay un enorme reloj y las manillas señalan la hora de inicio y final de cada prueba. Me pregunto cómo los chicos van a saber contar el tiempo con un reloj de tiza y sin ningún reloj en sus muñecas. Fuera del aula hay también una pizarrilla con los horarios de todas las pruebas del día. Pero esta noche ha habido una enorme tormenta, y los exámenes han empezado más de dos horas tarde, con lo cual el supuesto horario se ha ido al carajo. Aún así, cuando les pido a los alumnos que entreguen los papeles porqué ya ha terminado el tiempo, el profesor me riñe porqué no he seguido las franjas horarias.

Las clases ya han acabado, los alumnos tienen vacaciones, con lo cual localizo al que me presentan como al director y me ofrezco para dar clases de inglés extraescolares. Cualquier cosa antes de aburrirme como una ostra. El pobre hombre me convoca unos cuantos chavales y algunas chicas. Empezamos al día siguiente por la tarde. Contenta, me llevo un libro a casa para prepararme la clase del día siguiente. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué nivel tendrán?

De esas clases solo recuerdo un par de cosas: las ventanas del aula están abiertas y de ellas asoma medio pueblo a curiosear que está pasando dentro. Pero no entran todos, solo los que ha dicho el director. Llegan tarde casi todos excepto Mustafá. Él seguro será el siguiente profesor. Su interés le hace destacar por encima de sus compañeros.

De regreso de la escuela, por los caminitos entre campos y chozas, escucho las risitas de los niños, que no teniendo nada aparente más interesante que hacer, me siguen en corrillo unos metros, gritando Solinanga (Mujer blanca), ¿how are you?  con una musiquilla insistente. Les contesto como puedo en su lengua, y se parten de risa.

Pero estas clases no llenan las horas del día, que se hacen lánguidas y soporíferas bajo un sol achicharrante, que te obliga a cobijarte cuando tan solo son las 10 de la mañana.

Y por fin veo alguna recompensa a mi obstinación: ¡Hoy estoy en el orfanato! Cada día, como una mosca cojonera, he preguntado por el orfanato. Las respuestas son ambiguas… “No, ahora no hay, pero si quieres te busco a los niños.” ¿Y dónde están pues los niños? “En sus casas”. ¿Perdón? Se supone que los niños huérfanos no tienen familia ni casa, ¿no? Entonces, ¿qué está pasando aquí? Ya hace días que ha renunciado a entender su manera de pensar. No me cuadran demasiadas cosas y lo único que consigo es ofuscarme y deprimirme. Nunca cumplen lo que prometen.

Así que al final me dicen que han encontrado un orfanato para que calle mis inoportunas quejas. Lo único es que está a más de 10 km de Kparigu, concretamente en Tinguri. Me quedo con la incógnita de cómo desplazarme hasta allí, hasta que me prestan una vieja bicicleta que le faltan la mitad de las piezas. Apenas llego a los pedales.

No obstante, montada en la bici, siento por primera vez que soy libre. Tengo un poco más de una hora de pedaleo esforzado por una carretera más o menos llana, de tierra roja que desquebraja unas llanuras polvorientas de secos matorrales. Tengo que estar en el orfanato a las 7 de la mañana, para el baño de los chiquitines, me han dicho. Mis ansiadas ganas de libertad y de liberarme un poco de la estrecha vigilancia a que me tiene sometida el pueblo de Kparigu entero, se ven frustradas otra vez ante la negativa de poderme quedar a comer en el pueblo del orfanato y regresar después para las clases de inglés. Sospecho que hay algo de tema de dinero de entre medio. A lo mejor si la casa que me acoje no puede justificar que me da los frijoles reglamentarios, perderá algún tipo de recompensa de la organización. No insisto, demasiado la he liado ya. Esto me lleva a tener que estar de vuelta a casa para los monotemáticos frijoles a las 2. El regreso en bici es un paseo por el infierno. El sol es realmente insoportable al mediodía, rayando a amenazar el colapso de la pobre sulinanga.

Pero basta de ser tan pesimista, chica, me digo. ¿A qué has venido?  ¿Acaso no era esto lo que buscabas? Pues cállate y aprende a convivir de una vez. Así que cojo la esponja y el jabón y me dispongo a empezar mi primera tarea: darle una ducha matinal a una niñita que le falta todo el antebrazo derecho. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo. El agua brillante resbala por aquel cuerpo desnudo mutilado, mis ojos intentan sonreír a la chiquilla, que no puede tampoco disimular su embarazosa situación. Tiene unos 6 años, calculo, y me pregunto cómo una mujer en el futuro podrá tener posibilidad de subsistir en un país en el cual a parte de ser mujer (con todas sus connotaciones), la mano derecha es la que es considerada la “buena”, la “correcta”, la “limpia”.

Otra vez me equivoco. Un orfanato no es un edificio estilo escuela, con instalaciones, habitaciones, espacios de juego, gente adulta cuidando a los niños y niñas que allí se alojan. “Mi” orfanato es un patio similar al de mi casa en Kparigu. En lugar de que las chozas-habitaciones que allí ocupan distintas mujeres, aquí hay dos habitaciones: una para los niños y otra para las niñas. Su interior es aterrador. Hay unas viejas literas de madera amontonadas, sin colchones o sábanas la mayoría. Los colchones que intuyo, debajo de trapos sucios, son de espuma amarillenta, todos estropeados. Pero lo peor no es lo que capta mi visita, sino lo que huele mi nariz. Sólo hay una ventanita y la puerta como toda ventilación.

Finalizado el baño dentro de las palanganas, pues aquí tampoco hay ducha, los chiquillos desayunan: un engrudo rosado servido en un bol metálico. Todos se sientan en el suelo, desperdigados por el patio. No hay mesas ni sillas. Cuando terminan, desaparecen todos. ¿Dónde van? “A la escuela, claro.” Vaya, pues así me quedo sin trabajo si no hay niños. Para cuando regresen al mediodía, yo ya estaré pedaleando sudando la gota gorda, de vuelta a casa. ¡Qué sinsentido todo!

Entre tanto disparate, se impone un ejercicio de reflexión y cordura. Y esto es a lo que me dediqué los últimos días de mi experiencia.

No escogí un voluntariado para “salvar al mundo”, ni para saciar mi mala conciencia occidental, ni tan siquiera para ayudar a los pobres del tercer mundo (utilizo adrede tópicos que se oyen por ahí).

Escogí quedarme quieta en un sitio para darme un espacio y un tiempo estático para aprender a observar. Para entender al Otro. A la vez, para conseguir ver como gestionar mi tiempo (ese bien tan preciado en nuestra cultura, por escaso, por limitado, por huidizo. Ese bien que no se puede desperdiciar: “No me hagas perder el tiempo”; “Esto es una pérdida de tiempo”; “El tiempo es oro”… ¿Os suenan estas frases?) sin aparentemente hacer nada. ¿Sería capaz?

El voluntariado parecía la única forma de contribuir y compensar mis ansias de chafardera con este estado estático al que me auto obligaba para poder repensar mi gestión del tiempo. Si alguna comunidad me podía acoger temporalmente, les “pagaría” con mi trabajo voluntario. Yo me beneficiaría de su tiempo y ellos de mi tiempo.

Quizás no fue muy buena opción. Quizás fui a parar a una mala ONG. Quizás se sumaron un montón de incongruencias que no supe gestionar. Quizás yo me equivoqué. Quizás necesitaba muchos más días para aclimatarme.

Aún así, muchas cosas aprendí. No me arrepiento de haber ido. De hecho, al año siguiente continué apostando por este tipo de “turismo”. Y creo que probablemente repita, en algún otro momento.

Pero, si lo que quieres es “ayudar” (si es que piensas que necesitan ayuda), diría que hay fórmulas mucho mejores: no hace falta ir de buen samaritano, al menos no de la manera que yo fui.

Si vas de manera responsable por el mundo, vigilando tu huella e impacto sobre las poblaciones locales, si te interesas por sus problemas, si conoces a organizaciones de mujeres, si apoyas economías locales, alquilas conductores, pagas en restaurantes locales, compras artesanía, si eres respetuoso con la gente con la que te cruzas, si te intentas mimetizar un poco con su cultura, si haces el esfuerzo por no juzgar, si aprendes unas cuantas frases para poder saludarles, si sonríes para suavizar un momento de incomunicación, si andas por este mundo con humildad y respeto, creo que al final se puede aprovechar mucho más este intercambio cultural que nos gusta tanto a los que viajamos.

GHANA